Todos queremos desregular, pero...
Luis Franco
Investigador Asociado de Fundación Atlas. Licenciado en Ciencias Políticas, magíster en Economía y Ciencias Políticas por Eseade. Ex asesor en la Cámara de Diputados de la Nación.



El proceso electoral que comenzó el domingo 13 de agosto y terminó el 22 de octubre del año pasado, mostró que una amplia mayoría de ciudadanos querían un cambio profundo en la concepción del Estado, que implicaba un giro hacia las ideas de la sociedad abierta y la libertad.
Los resultados de las PASO, considerando la sumatoria de los votos de Javier Milei y el PRO, por la similitud de la mayoría de sus propuestas, avalaron una reforma estructural de la Argentina que se cristalizó y confirmó en el balotaje que llevó a Milei a la Primera Magistratura, luego de que el candidato insistiera sobre su intención de cambio hacia el orden social de la libertad en el cual los privilegios de algunos, basados mayormente en regulaciones y prebendas del Estado, fueran sustituidos por el mercado, la competencia y el mérito como elementos constitutivos del derecho inalienable de cada persona a diseñar y llevar a cabo su propio proyecto de vida.
Aunque la decisión de la ciudadanía y la imagen positiva actual del Gobierno parece sostenerse los casi 40 días de gestión que acaba de cumplir la administración Milei, se podría inferir que hay un cierto malestar en algunos sectores, y especialmente por ciertos intelectuales, por los instrumentos elegidos por el Presidente (DNU y Ley Ómnibus) ya sea por su magnitud en un caso y opinada constitucionalidad en el otro, lo que en realidad parece afectar es que las políticas que se estiman necesario y urgente aplicar abarcan la eliminación de un impresionante abanico de privilegios que afecta trasversalmente a casi todos los sectores del país. 
Si se buscara resumir en una frase, tal vez insuficiente por su síntesis, lo que una parte de los ciudadano parecen decir es: “¡Está bien que se desregule y termine con los privilegios, pero no a mi!”. Esta suerte de contradicción se exacerba peligrosamente a medida que los intereses afectados son los de “ciudadanos de primera” que suelen estar asociados de hecho o derecho con corporaciones, que han acumulado enorme poder gracias a que el eje de su prosperidad ha pivoteado en la satisfacción de políticos populistas en vez de consumidores, esto es, el mercado o la sociedad en su conjunto. Dicho de otro modo: en las sociedades atravesadas por el populismo resulta más redituable sostener sistemas a través de la política (regulaciones y excepcionalidades) que competir en un mercado siempre volátil que exige calidad al menor precio posible y constante innovación.
Hace unos días se protestaba por la eliminación del precio fijo de los libros aduciendo que tal medida afectaría la noble labor de los libreros al abrir la posibilidad de que los supermercados, estaciones de servicio u otros establecimientos, comercializaran títulos editoriales a menor precio por poder comprar ejemplares a gran escala y tener costos menores. ¿No es curioso que se piense más en las librerías que en el acceso de la gente de menores recursos a los libros?
Algo similar sucede con los medicamentos, la forma de recetarlos y las farmacias que venden todo tipo de productos y hasta ofrecerían la atención médica en sus locales; también con las aerolíneas, la gestión de divorcios amigables sin que medie un abogado; la escrituración de bienes raíces, el registro automotor y un extendidísimo menú de actividades que, de producirse los cambios propuestos, deberán innovar para continuar operando dentro del orden social de la libertad que tan claramente se predicaba en campaña cosechando amplias adhesiones de la población.
John Dewey escribió en plena Segunda Guerra: “La amenaza más seria para nuestra democracia, no es la existencia de totalitarismos, sino la existencia en nuestras propias actitudes personales y en nuestras propias instituciones, de aquellos mismos factores que (en esos regímenes) han otorgado la victoria a la autoridad exterior y estructurado la disciplina, la uniformidad y la confianza en el ‘líder’. Por lo tanto, el campo de batalla está también aquí, en nosotros mismos y en nuestras instituciones.” (“Freedom and Culture”, Londres, 1940).
¿Estarán los argentinos dispuestos a cambiar tanto como para aceptar que también –y fundamentalmente– tienen que cambiarse a sí mismos, para no caer nuevamente en la quimera de que el viejo régimen populista podría haberse prolongado obteniendo un resultado distinto al que por siete u ocho décadas sumió lenta y constantemente a la Nación en su momento más trágico?
Alexis de Tocqueville, en “El antiguo régimen y la revolución” escribía: «(...) el momento más peligroso para (...) un gobierno es generalmente aquel en que empieza a reformarse. Solamente un gran talento puede salvar a un príncipe que emprenda la tarea de aliviar a sus súbditos tras una prolongada opresión. El mal que se sufría pacientemente como inevitable resulta insoportable en cuanto se concibe la idea de sustraerse a él (porque) los abusos que entonces se eliminan parecen dejar más al descubierto los que quedan y la desazón que causan se hace más punzante: el mal se ha reducido, es cierto, pero la sensibilidad se ha avivado.”
Ojalá que en la Argentina no se cometa el error de la añoranza por el pasado calamitoso ante los duros tiempos que vienen y que afectarán a la mayoría de la ciudadanía. La salida está por delante y es hacia el desarrollo del monumental potencial intelectual y físico de este bendito país. ¡Qué no se abandone la posibilidad de ensayar algo distinto justo cuando algunos resultados comiencen a manifestarse! Esta vez o progresamos como nación y sociedad o no seremos nada.

Publicado en diario Perfil.





 

Últimos 5 Artículos del Autor
El peor manejo del fuego de ...
[Ver mas artículos del autor]