Dolarizar, liberar los cepos y recortar las funciones del BCRA
Enrique Blasco Garma
Economista.
Multitudes dicen estar de acuerdo con el
cambio del régimen monetario, pero “no hay dólares suficientes para cambiar los
pesos en circulación, a un valor razonable”, sostienen muchos economistas. Así,
para convertir los pesos existentes a un tipo de cambio de $800 por dólar se
requerirían unos USD 35.000 millones. No obstante, si hubiera tantos dólares,
muchos afirmarían que ya no haría falta dolarizar.
Siempre
surgen inconvenientes, aunque algunos podrían alumbrar un proyecto mejorado. Milton Friedman, mi querido profesor en la
Universidad de Chicago, insistía en sus clases, para grabarlo: “lo óptimo es enemigo de lo bueno”.
Si hubiera seguridad de poder cerrar el
grifo a la emisión monetaria para financiar el déficit fiscal, a partir de
cierta fecha, se podría implementar el congelamiento del monto total emitido y
suprimir las impresoras de pesos. Una suerte de “quemar las naves” de Hernán
Cortés. De ahí, en adelante, todo crecimiento de las necesidades monetarias
sería cubiertas con las ofertas de dólares de los privados y entes públicos,
por medio de los ingresos obtenidos con la venta neta de bienes, servicios,
privatizaciones, y de activos varios.
De
tal modo, la cantidad de dólares en los negocios locales iría en aumento
continuado, en tanto la cantidad de pesos quedaría fija, congelada a la fecha
establecida; y los individuos emplearían sus tenencias particulares libremente,
sin corralito ni restricción a disponer de los pesos y divisas extranjeras.
De ese modo, la dolarización tendría el
ritmo pautado por las negociaciones generales, tanto privadas como públicas, y
los pesos en circulación no generarían riesgos de hiperinflación, porque nunca
ocurrió con la cantidad de dinero congelada para el fisco.
Al
compás de la expansión económica, la nueva realidad alentaría las libertades de
comerciar. Y habría dos tasas de inflación: una en pesos, que cesaría con la
estabilidad monetaria en pesos, una vez comprobado el congelamiento de la base
monetaria, de las Leliq y otros pasivos del BCRA; y otra en dólares, resultante
de condiciones internas e internacionales.
El cese paulatino de las actividades del BCRA
se iniciaría con la eliminación inmediata del cepo cambiario. Las autoridades
declararían la libertad de cambios, de utilizar sus habilidades y capacidades
financieras de la forma que mejor convenga a cada uno.
A
partir de ahí, quien quiera importar deberá conseguir las divisas necesarias y
pagar los impuestos vigentes. Lo mismo para quien desee exportar concertará su
negocio y obtendrá las divisas correspondientes, también pagando los tributos
pertinentes.
La
AFIP seguiría con las tareas de comprobar la veracidad de las declaraciones
impositivas y fiscalizar el cumplimiento.
El conjunto de las iniciativas individuales
se beneficiará impactadas con las contundentes liberaciones de regulaciones
implementadas y compromisos con la seguridad de los derechos privados. El nuevo
encuadre de libertades sustentará un ciclo de bonanza desconocidos y añorados
desde el golpe de Estado de 1930, porque liberaría de la tiranía de la falta de
recursos, esto es, de la escasez de acuerdos, contratos, coordinaciones productivas
causados por el espanto a la discreción estatal acechando tras la permanente
redistribución de patrimonios con la confusión inflacionaria.
En la
permanente destrucción de libertades y derechos particulares, en la Argentina,
muchos políticos se acostumbraron a defaultear, violar convenios, incluso en
los acuerdos entre particulares en que no participaban y hasta con efecto
retroactivo. Ninguna sociedad puede progresar con esas limitaciones, porque la
discreción estatal es el mayor enemigo de las libertades individuales y
patrimonios privados.
La
Argentina, el país más floreciente del mundo al comienzo del siglo XX, que
atrajo a millones de inmigrantes y gigantescas capitalizaciones, inversiones,
terminó descartando ocupaciones productivas y cebando pobrezas explosivas, y
cayendo decenas de puestos sucesivamente.
Para el éxito del programa es decisivo
afianzar las libertades personales. John
Stuart Mill insiste en un principio anti casta: si algunas personas
están sometidas a la voluntad de otras, se violarían libertades. Este principio
va contra las formas arraigadas de desigualdad basadas en apropiaciones
forzadas y diferencias físicas. Los liberales están comprometidos con la
dignidad individual.
El
estado de derecho es fundamental y requiere normas claras, generales y de
acceso público establecidas de antemano; que la ley sea prospectiva, que
permita planificar a las personas, en lugar de retroactiva, frustrando las
expectativas privadas.
Días
atrás, Cass Sunstein destacó,
en The New York Times: “Los liberales entienden la democracia como una
obligación de rendir cuentas al pueblo”.
Dolarizar,
liberar el comercio de obstáculos arbitrarios y disminuir las interferencias
del BCRA es viable desde el inicio del nuevo gobierno.
Publicado en INFOBAE.
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