Estados Unidos ante el riesgo de una segunda guerra civil
Pascual Albanese


En enero de 2022, al cumplirse el primer aniversario del frustrado asalto al Capitolio de Washington, cuando los partidarios de Donald Trump  desconocían el triunfo de Joe Biden en las elecciones presidenciales de noviembre de 2016, Thomas Friedman, uno de los más prestigiosos columnistas políticos estadounidenses, afirmó que “nunca imaginé que terminaría mi carrera profesional cubriendo la segunda guerra civil de los Estados Unidos”. Para completar ese lúgubre vaticinio, agregó: “Ello ocurrirá en 2024”.
Precisamente a principios de 2024 ese pronóstico de Friedman, que resucitaba el fantasma de la Guerra de Secesión que ensangrentó a Estados Unidos entre 1861 y 1865, recobró  actualidad con el conflicto suscitado entre la administración Biden y el gobernador de Texas, el republicano Greg Abbot, que motivó un fallo de la Corte Suprema de Justicia que legalizó la decisión de las autoridades federales de utilizar la Patrulla Fronteriza para desmantelar los alambrados de púas tendidos por la Guardia Nacional de ese estado sureño en la frontera con México a fin de frenar la inmigración ilegal.
 Abbot redobló la apuesta y justificó su medida en el derecho de la “legítima defensa” frente a lo que calificó como una “invasión extranjera” en su territorio. Sus voceros destacaron que en el transcurso de 2023 se registraron  380.000 detenciones de personas que pretendían ingresar ilegalmente a Estados Unidos, una cifra que superaba todos los antecedentes históricos y facilitaba el aumento  del tráfico de drogas procedentes de México.
El gobernador republicano señaló que “En lugar de perseguir a los inmigrantes por los delitos federales que cometen al llegar ilegalmente, el presidente Biden ha enviado a sus abogados a los tribunales para tomar acciones para proteger la frontera”. Denunció también que más de seis millones de personas habrían entrado ilegalmente al país durante los tres años de la administración  Biden. “Eso es más de la población de treinta y tres estados”, afirmó Abbot.
Veinticinco de los veintiséis gobernadores republicanos, o sea de la mitad de los cincuenta estados de la Unión, manifestaron su respaldo a Abbot. Ocho estados enviaron contingentes de sus respectivas guardias nacionales para colaborar con Texas. Trump utilizó la controversia para alimentar su avance en las elecciones primarias de su partido atacando a Biden por haber dejado indefensa la frontera sur y reivindicando su antiguo propósito de edificar un “muro fronterizo”  para separar Estados Unidos y México. La posibilidad de un choque armado entre los efectivos estaduales y las fuerzas federales dejó de ser un rumor alarmista para convertirse en un peligro real.
                             “NO TE METAS CON TEXAS”
Para evaluar los riesgos de un incidente violento hay que computar el orgullo tejano. “Don’t mess with Texas” (No te metas con Texas) es una antigua frase estampada en la parte trasera de los camiones y en multitud de remeras y calcomanías utilizadas por su población. En la memoria histórica está inscripta la idea de que Texas, un territorio que en 1836 se sublevó contras las autoridades mexicanas para erigirse en una república independiente, eligió voluntariamente ser parte de Estados Unidos, lo que ocurrió en 1845.
En la época colonial, Texas era un territorio descuidado por las autoridades españolas. Durante el vacío de poder provocado por la guerra de la independencia mexicana comenzó a ser invadido por colonos anglosajones que superaron a la escasa población local. En 1835 su población ya estaba constituida por 50.000 colonos estadounidenses y 5.000 mexicanos. En los hechos, los colonos ejercían un autogobierno.
La política hipercentralista del presidente azteca Antonio López de Santa Anna, quien entre otras medidas decretó la abolición de la esclavitud, un factor indispensable para la producción de algodón, base de la economía local, desencadenó la proclamación de Texas como república independiente y su posterior anexión a Estados Unidos. Pero la idea de una Texas independiente nunca dejó de estar presente en el imaginario local.  La alternativa de un “Texit”, a semejanza de lo ocurrido con Gran Bretaña y la Unión Europea, recobró fuerza en los últimos años.
En junio de 2022 la convención estadual del Partido Republicano aprobó una moción que, en línea con la actitud asumida por Trump, rechazó la legitimidad de la elección presidencial de 2020. Consiguientemente desconoció a Biden  como un mandatario electo y lo calificó sólo como un “presidente en funciones”. La convención se pronunció también a favor de la tenencia irrestricta de armas al afirmar que “todo control de armas es una violación de la Segunda Enmienda y de nuestros derechos otorgados por Dios”.
Pero el broche de oro del cónclave fue la declaración de que “Texas tiene el derecho de separarse de los Estados Unidos y la Legislatura de Texas debería ser llamada a aprobar un referéndum consistente con ello”. La virtual proclama secesionista no estableció plazo para esa convocatoria, que quedó flotando como una espada de Damocles sobre el futuro de Estados Unidos. Matt Rinaldi, titular del Partido Republicano texano, especificó que “no podemos transigir con los demócratas, que tienen una visión diferente e incompatible para nuestro futuro”. En otros términos, Texas no debería aceptar otro presidente demócrata en la Casa Blanca.
                           ¿DOS PRESIDENTES?
El conflicto de Texas se encuadra en un contexto político mucho más amplio: la  confrontación entre Biden y Trump excede de lejos la tradicional competencia entre dos candidatos de sendos partidos que se alternan en el poder, sustituida por la confrontación entre dos visiones totalmente opuestas sobre la sociedad estadounidense. Esta hipótesis  reflota las fantasías alarmistas sobre la posibilidad de que el candidato derrotado encuentre razones para desconocer la legitimidad del triunfo de su contrincante y emerja el acontecimiento inédito de dos presidentes que reclaman su derecho a gobernar Estados Unidos. Más allá de las modalidades que adquiera la resolución de semejante disputa, ésa es justamente la definición de una guerra civil.
Precisamente un artículo en “The Washington Post”, publicado meses después del asalto al Capitolio y firmado por los generales Paul Eaton, Antonio Taguba y Steven Anderson, manifestaba “preocupación  sobre las postrimerías de la elección presidencial de 2024 y su potencial caos letal en el Ejército”. La nota alertaba sobre “la potencialidad  de una ruptura total de la cadena de mandos en base a líneas partidistas” y sostenía que con Estados Unidos “más divididos que nunca” era necesario tomar medidas para “prepararse para lo peor”.
Ese mismo año, Bárbara Walter, consultora de un equipo de la CIA dedicado a analizar  las tendencias que llevan a los países hacia una guerra civil y autora del libro “Como se inician las guerras civiles y cómo detenerlas”,  advirtió que “estamos  más cerca  de la guerra civil de lo que muchos de nosotros pudiera creer”. Explicó que “si usted fuera  analista en un país foráneo, mirando los sucesos en Estados Unidos de la misma forma  en que vio los elementos de Ucrania, de Costa de Marfil o de Venezuela, recurriría a una lista de verificación y lo que usted encontraría es que Estados Unidos, una democracia fundada hace más de dos siglos, ha entrado en un terreno muy peligroso”.
En otro artículo en el portal británico “The Article”, titulado “Se viene la guerra civil”, la pareja de analistas integrada  por Karen y Gregory Treverton,  consigna que “solo resta saber si se va a librar  con pleitos legales o con ametralladoras AKIS-S”. Si se suman la crisis de Texas y los recientes fallos judiciales que  inhabilitaron legalmente la candidatura de Trump en los estados de Iowa y Colorado, apelados ante la Corte Suprema de Justicia, conviene recordar aquel sombrío presagio de Friedman. Ya estamos en 2024 pero hoy nadie puede  aventurar sensatamente cómo puede terminar este año en Estados Unidos.
                        *  Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico.
 

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