Carlson y Putin: la entrevista de rodillas, un formato cada vez más en boga
Renato Cristin

Renato Cristin, filósofo italiano, profesor en la Universidad de Trieste.





Que Tucker Carlson fuese un simpatizante de la Rusia putiniana (disfrazado de conservador) era bien sabido, pero que lo fuera hasta el punto de convertirse en un megáfono occidental de las posturas putinianas no era previsible. ¿Por qué decidió entrevistar al presidente Putin? Aparte de la motivación de la libertad de prensa, ¿cuáles son las verdaderas razones? ¿Hasta qué punto se trató de periodismo y no de un acto político en sentido estricto? Ciertamente estaba presionado por una urgencia externa (rusa o trumpiana) y una interna (salir de la sombra post-Fox News o adquirir méritos que cobrar tanto de Rusia como de Trump).

Tal vez quiso traspasar los límites del buen gusto y de la imagen pública, para lo cual hubiera sido oportuno que no mostrara descaradamente su devoción, o bien decidió entrar en política con un gesto sensacionalista, pero en ambos casos el resultado no cambia: se ha exhibido en una terrible página de periodismo en beneficio de la propaganda de Putin. Sorprende que una estrella del periodismo como Carlson no se dé cuenta de que cuando uno va a entrevistar a un autócrata, inevitablemente pierde su libertad, que termina aplastada bajo la necesidad de supeditarse a las reglas de una comunicación tiranizada.

En cuanto a sometimiento ideológico, su performance es comparable a la entrevista que Gianni Minà le hizo en 1987 a Fidel Castro y que mi recordado amigo Valerio Riva, que ya veinte años antes había conocido al dictador cubano con su compadre Che Guevara y de los cuales tomó enseguida la mayor distancia política posible, definió como «la más larga entrevista de rodillas jamás realizada». E inevitablemente, tanto en cuanto a modalidad como a contenidos, las dos entrevistas son equivalentes. Diferentes genuflexiones, idénticas devociones.

El periodista italiano de izquierda viajó a Cuba para llevar a cabo una tarea ideológica evidente: darle voz a Castro (y por tanto a la URSS) para convencer a los occidentales de que Cuba era un paraíso socialista, que la Guerra Fría habría sido provocada por el imperialismo yankee y que los soviéticos serían, en cambio, la quintaesencia del pacifismo; y el autodenominado periodista conservador californiano, que vuela a Moscú para besar la zapatilla del jefe de la potencia que declaró la guerra a Occidente, está llevando a cabo una tarea similar: mostrar la belicosidad y la putrescencia de Occidente, y la angelicidad y vitalidad espiritual de Rusia (y quizás también de sus asociados iraníes, consabidos pacifistas gandhianos).
 
Los principales destinatarios de la entrevista con Castro eran los progresistas, quienes así habrían tenido herramientas adicionales para difundir la palabra marxista-leninista; la entrevista con Putin está dirigida principalmente a los conservadores, para que se convenzan de que Rusia actúa de buena fe y de que les sería beneficioso ceder a sus pretensiones, que actualmente afectan a Ucrania pero que en realidad son mucho más amplias, como perfectamente saben, por ejemplo, los polacos, tanto la izquierda que Gobierna hoy como la derecha de Kaczyński y Morawiecki.

El dato que se desprende de ambas entrevistas es que Occidente es malvado, mientras que Rusia, la soviética primero y la putiniana hoy, sería el bien hecho Estado. Que Occidente se encuentra en una dramática crisis espiritual y social es harto sabido, pero que el eurasianismo neosoviético ruso pueda ser la cura es una mentira, porque representaría la disolución de todo lo que Occidente tiene de bueno, a partir del concepto de libertad intangible que como liberalconservadores defendemos.

El numerito Carlson-Putin es una indecencia política y cultural que debería clasificarse como vodevil. Pero también es lamentablemente una perfecta psyop, una operación de desinformación y distorsión psicológica, al estilo del antiguo KGB y el comunismo internacional. El salto cualitativo respecto a la entrevista con Castro consiste en que, mientras que el italiano era oficialmente de izquierda, el californiano se muestra como conservador. Y esta novedad cualitativa corresponde a la diferencia entre los regímenes soviético y neosoviético.

El primero se proclamaba abierta y orgullosamente como tal; el segundo, en cambio, sabe que declararse comunista hoy ya no está muy de moda en Occidente y, por lo tanto, para hacer proselitismo aquí entre nosotros, a los rusos les conviene disfrazarse de defensores de la tradición espiritual occidental. Y sabemos lo holgado que es el éxito que este enmascaramiento, tanto en la izquierda como en la derecha, consigue. De hecho, los corifeos putinianos locales son cada vez más numerosos y arrogantes, fortalecidos también por la tendencia aislacionista de la dirigencia de los republicanos estadounidenses.

Se trata, por ende, de una trampa bien pensada y bien construida, casi perfecta, tendida para embaucar a los conservadores. Los medios estadounidenses y europeos criticaron duramente la exhibición de Carlson, pero en su mayoría son progresistas. Desde la derecha, en cambio, por el momento casi no hay críticas, lo que confirma que el cepo ideológico está funcionando. Entre las pocas excepciones, se destaca National Review, establemente partidario de Ucrania, que critica la entrevista con Putin, evidenciando todo lo que Carlson «no le preguntó a Putin», y desaprobando sus complacientes y serviles silencios.

Y efectivamente, ¿por qué, como periodista, no preguntó por la suerte de su colega Vladimir Kara-Murza, condenado a más de veinte años de prisión por expresar opiniones contrarias a lo que el Kremlin llama «operación especial» en Ucrania? ¿Cómo es que Carlson no reconoce que mientras él, en Occidente, tiene la libertad de hacer todo lo que pueda para lograr que se elimine la ayuda estadounidense a Ucrania, y hasta de criticar a su propio Gobierno, Kara-Murza en Rusia ya no tiene siquiera libertad para hablar?

Los rusófilos occidentales no reparan en esta diferencia absoluta entre el mundo libre y el mundo variadamente encadenado, del cual Rusia es un ejemplo apropiado, porque contra ese precipicio se estrellan todos sus esfuerzos por magnificar la presunta fuerza espiritual de Rusia y minimizar su real falta de libertad política, heredera del virus totalitario comunista. Una de dos cosas: o estos negacionistas culturales, antiliberales y pseudoconservadores, no se dan cuenta de esa realidad, o trabajan conscientemente para garantizar que también se establezca en Occidente. En cualquier caso, se están prestando a su juego.

Es entonces desde la derecha, mucho más que desde la izquierda, que deberían desprenderse las mayores críticas a este tipo de inverecundias, porque la equivalencia entre las dos entrevistas postradas nos retrotrae a lo que decía Castro: «si Occidente deja de perseguir a Cuba, nuestras relaciones se volverán excelentes; si Occidente reduce la presión militar sobre el bloque soviético, la paz será la consecuencia lógica». Sí, por supuesto, la pax soviética, un escenario de pesadilla. De hecho, Putin dice: «si la OTAN baja sus armas, un minuto después sobreviene la paz». Es cierto que si Occidente ya no suministra refuerzos a Ucrania, ésta se verá obligada a capitular y, por tanto, esta guerra terminará.

El pueblo ucraniano tal vez lo aceptaría porque está agotado por un conflicto terrorista y aterrador. Pero ¿qué paz habría en estas condiciones? Y, sobre todo, ¿por qué la pretensión de Rusia de disponer, ante sus fronteras, de áreas subordinadas a ella, se limitaría a los territorios ucranianos? Según esta lógica imperial-soviética, las fronteras con los países bálticos e incluso con Polonia (no olvidemos Kaliningrado) estarían igualmente amenazadas y, por ende, serían potencialmente objeto de su agresión tanto como lo fue Ucrania.

Putin quiere la paz, comenta Carlson. ¿Pero quién no lo querría? Sin embargo, no se puede lograr con el tipo de desarme unilateral propuesto por Moscú. Se necesitan otros caminos, alternativos a la rudeza geopolítica que abre las puertas al eurasianismo ruso-chino-iraní. Parece increíble que los conservadores trumpianos no vean el espectro neocomunista e islamista que se cierne sobre Occidente, o lo vean y no lo consideren una amenaza, lo cual es aún peor.

Simetrías inquietantes: Putin –que de la URSS fue un miembro activo y que promovió una oculta y astuta resovietización de Rusia después del colapso del imperio comunista– afirma que Ucrania sería un país nazi que debe ser destruido (modelo Stalin, que cumplió el genocidio de los ucranianos conocido como Holodomor) y afirma que fue la OTAN quien empezó la guerra; Carlson (esquema Trump, que apunta al aislacionismo estadounidense) cree que la OTAN debería ser debilitada, en lo posible hasta que se agote.

Eso corresponde al interés ruso, pero no al interés europeo y, si se mira de cerca, tampoco al interés estadounidense. Constituye una falacia ideológica sostener que el debilitamiento de la OTAN redunde en interés de los conservadores occidentales: un infundio flagrante, de alcance histórico demoledor, que llevaría a una destrucción de Occidente mucho mayor que la que produce el nefasto paradigma progresista (propagador de caos y desintegración), el cual es sin duda y sigue siendo el adversario interno de la derecha liberal-conservadora.

¿Y sobre Israel –sobre el ataque que Israel ha sufrido por parte de Hamás, Irán y sus aliados–, los distintos Carlson qué dicen? Argumentan que Israel debe responder al ataque del 7 de octubre con una intervención limitada y circunscripta, sin irritar demasiado a Irán, y que en cualquier caso Estados Unidos debe evitar involucrarse en el conflicto, dejando que Israel se las vea sin ayuda. Pero eso es exactamente lo que Rusia querría y exactamente lo contrario de lo que deberían querer los conservadores occidentales.

Los dos conflictos actualmente en curso están siendo atravesados por la fractura entre la derecha liberal-conservadora y los falsos conservadores a la manera carlsoniana (incluidos además los numerosos conservadores ingenuos que de buena fe se sienten representados por estos alborotadores). No es casualidad que un auténtico conservador como Ben Shapiro acuse a Carlson de «ceguera moral», «falso realismo», «estupidez política», y de apoyar un no intervencionismo (tanto en el conflicto de Israel como en el de Ucrania) que «no es una posición conservadora».

De hecho, el problema de Occidente no son los neocon, como creen o nos quieren hacer creer los trumpiano-carlsonianos, sino los neocom, los neocomunistas internos (marxistas, wokeístas, progresistas, radicales y subversivos varios) y externos (rusos, chinos, norcoreanos, cubanos, venezolanos, etc., incluida la versión islamista iraní). Vemos así que la diferencia entre los militantes (progresistas) de la cancelación de la tradición occidental y los pasdaran (pseudoconservadores y tradicionalistas de quién sabe qué) de la rusificación cultural, es, desde un punto de vista histórico, inexistente.

Y la mala página carlsoniana de periodismo sería casi irrelevante si no fuera expresión de una postura ya extendida en Occidente e indicador de un conflicto interno en el seno del Partido Republicano que, por desgracia también para nosotros, los europeos, tendrá repercusiones devastadoras en los próximos meses. Las metamorfosis del espectro de Múnich 1938 siempre están al acecho.


 
Artículo publicado el 12 de febrero en el diario italiano L'Opinione delle Libertà, antes de la muerte en el Gulag de Alexei Navalny, a cuya heroica lucha por la libertad y a cuya memoria este artículo queda dedicado.
 


 

Últimos 5 Artículos del Autor
[Ver mas artículos del autor]