Revolución educativa: La Hora de los Padres

Edgardo Zablotsky
Ph.D. en Economía en la
Universidad de Chicago, 1992. Rector de UCEMA. En Noviembre 2015 fue electo Miembro de la Academia
Nacional de Educación. Miembro del Consejo Académico de la
Fundación Atlas para una Sociedad Libre. Consultor y conferencista en políticas públicas en el
área educativa, centra su interés en dos campos de research: filantropía no
asistencialista y los problemas asociados a la educación en nuestro país.
Hace tan sólo un par de días, el lunes 8 de septiembre,
el ministro de Educación twitteó en el
Día Internacional de la Alfabetización: “Queremos reconocer la labor de los docentes
alfabetizadores de todo el país” y orgullosamente agregó: “En el último censo
de población en 2010, la Argentina fue declarada país libre de analfabetismo:
descendimos de un 2,6% a un 1,9%”.
Mi pregunta es siempre la misma, ¿creerá el ministro
realmente lo que dice?
Nadie duda que el analfabetismo en Argentina ha
disminuido; pensemos que en 1850 más del 80% de la población era analfabeta,
hoy dicha tasa se encuentra por debajo del 2%. Foto inmejorable, pero solo en
apariencia. Si bien nuestro nivel de analfabetismo siempre ha sido de los más
bajos de Latinoamérica, el analfabetismo funcional probablemente se está
incrementando, aún considerándolo en términos relativos a otros países de la
región. La persona sabe leer y escribir, pero su capital humano en la sociedad actual
es por demás limitado.
Desde el año 2000, cada tres años, la OECD, la cual
agrupa a los países industrializados, lleva a cabo el Programa para la Evaluación Internacional de
Alumnos (PISA), con el objeto de analizar hasta qué punto los alumnos de 15
años, cercanos al final de la educación obligatoria, han adquirido los
conocimientos y habilidades necesarios para su inserción en la actual sociedad
del saber. El mismo se divide en tres áreas, lectura, matemáticas y ciencias, y
se caracteriza por no examinar el dominio de planes de estudios específicos,
sino la capacidad de los estudiantes para aplicar los conocimientos y
habilidades adquiridas en la vida cotidiana.
En la última evaluación realizada en 2012, la Argentina
obtuvo el puesto 59 en matemáticas, el 60 en lectura y el 58 en ciencias, sobre
65 países participantes. Si comparamos el rendimiento de los alumnos argentinos
con sus similares de los restantes siete países latinoamericanos participantes
los resultados son casi sorprendentes. Chile encabeza el ranking en las tres
áreas. Argentina ocupa el sexto lugar en matemáticas, superando solamente a
Colombia y Perú; comparte técnicamente el quinto lugar en ciencias con Brasil y
ocupa el penúltimo lugar en lengua, superando solamente a Perú, el peor país
rankeado, sobre los 65 participantes, en cada una de las áreas de la
evaluación.
“En nuestro país, cada vez más familias, aún en zonas
caracterizadas por sus bajos ingresos, realizan importantes sacrificios para
afrontar las cuotas de un colegio privado”.
¿Hay motivos para festejar? Es claro que no. Nuestro país
requiere una verdadera revolución educativa de magnitud similar a la llevada a
cabo por Domingo F. Sarmiento hace más de 150 años, cuando descubrió en los
Estados Unidos la imagen de lo que quería para la Argentina. Visionario
utópico, deseo traer 3.000 maestras americanas; finalmente fueron tan sólo 65,
61 mujeres y 4 hombres, suficientes para fundar el normalismo en la Argentina y
llevar nuestra educación pública al nivel de excelencia que permanece en el
imaginario de muchos compatriotas.
¿Por qué, tal como lo hizo Sarmiento, no investigar otras
sociedades? Hoy es mucho más fácil hacerlo que hace 150 años. Argentina forma parte del mundo, ¿por qué
tratar nuevamente de inventar la rueda?
Veamos el ejemplo de Suecia, la cual gasta más de su PBI
en servicios sociales que cualquier otro país en el mundo. En 2005, el hoy
Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, se preguntaba en una
interesante nota: “¿Cuántos de los lectores de este artículo saben que en
Suecia funciona desde hace años y con absoluto éxito el sistema de vouchers
escolares para estimular la competencia entre colegios y permitir a los padres
de familia una mayor libertad de elección de los planteles donde quieren educar
a sus hijos? Yo, por lo menos, lo ignoraba. Antes, en Suecia, uno pertenecía
obligatoriamente a la escuela de su barrio. Ahora, decide libremente dónde
quiere educarse, si en instituciones públicas o privadas -con o sin fines de
lucro- y el Estado se limita a proporcionarle el voucher con que pagará por
aquellos servicios. La multiplicación de colegios privados no ha empobrecido a
las instituciones públicas; por el contrario, la competencia a que ahora se ven
sometidas las ha dinamizado, ha sido un incentivo para su modernización”.
¿Por qué no considerar un sistema escolar a su semejanza,
que sea apropiado para nuestro país? Las escuelas estatales mejorarían por la
fuerza de la competencia. Los monopolios generan costos sociales, el virtual
monopolio estatal de la educación, dada la imposibilidad económica para muchos
ciudadanos de optar por otra alternativa, no tiene porque ser la excepción. Por
cierto, así lo señala Per Unckel, Ministro de Educación Sueco entre 1991-1994 y
gestor de la reforma del sistema educativo: “La educación es demasiado
importante como para dejarla en manos de un sólo productor”.
En nuestro país, cada vez más familias, aún en zonas
caracterizadas por sus bajos ingresos, realizan importantes sacrificios para
afrontar las cuotas de un colegio privado. ¿Cuántas más emigrarían si tuviesen
los medios necesarios para hacerlo?
“Probablemente incontables miembros de todos los poderes
del Estado eligen educar a sus hijos en escuelas privadas mientras defienden
férreamente el derecho del resto de sus compatriotas de no ser expuestos frente
a esta decisión”.
Es claro que cada familia que toma esta decisión debe
pagar dos veces por la educación de sus hijos, una a través de sus impuestos y
otra a través del pago a la escuela elegida. ¿No es razonable que aquellas
familias que optan por enviar a sus hijos a una escuela privada reciban una
reducción en su carga impositiva similar al costo de educar un niño dentro del
sistema de educación pública?
Una legislación de estas características aseguraría la igualdad
de oportunidades, al permitir que todas las familias pudiesen elegir entre
escuelas públicas y privadas, independientemente de sus posibilidades
económicas.
El sistema no atentaría contra la educación pública, sino
todo lo contrario. En primer lugar ninguna familia estaría obligada a dejar de
enviar sus hijos a una institución pública; de hacerlo, es porque opina que la
alternativa privada elegida provee mejores servicios educativos. Las escuelas
públicas deberían mejorar por la fuerza de la competencia, el sistema educativo
sueco nos provee evidencia al respecto.
Sin embargo, probablemente incontables miembros de todos
los poderes del Estado eligen educar a sus hijos en escuelas privadas mientras
defienden férreamente el derecho del resto de sus compatriotas de no ser
expuestos frente a esta decisión.
Pero, a ser justo, esto ya lo planteaba Milton Friedman,
gestor hace casi 60 años de la propuesta del voucher educativo, cuando en 1975
señalaba: “Yo culpo a las personas bien intencionadas que envían sus hijos a
escuelas privadas e imparten cátedra a las “clases inferiores” (comillas en el
original) sobre la responsabilidad de enviar sus niños a escuelas estatales en
defensa de la educación pública”.
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