La injusticia de la justicia social distributiva

Rogelio López Guillemain
Autor del libro "La rebelión de los mansos", entre otras obras. Médico Cirujano. Especialista en Cirugía Plástica. Especialista
en Cirugía General. Jefe del servicio de Quirófano del Hospital Domingo Funes,
Córdoba. Director del Centro de Formación de Cirugía del Domingo Funes
(reconocido por CONEAU). Productor y conductor de "Sucesos de nuestra
historia" por radio sucesos, Córdoba.
¿Qué es la justicia social distributiva? ¿Qué es lo
que encierra esta frase grandilocuente, seductora,
falsa, demagógica y sobre todo injusta?
Hablar de este tema, vilmente tergiversado por quienes
lo concibieron y asumido por la mayor parte de la ciudadanía como positivo
merced a un adoctrinamiento metódico y maquiavélico de la
dirigencia, es al menos políticamente incorrecto y un suicidio
social. A pesar de ello, voy a intentar desvelar la iniquidad que encierra su práctica.
social. A pesar de ello, voy a intentar desvelar la iniquidad que encierra su práctica.
Comencemos a desglosar esta patraña. La justicia no
puede ser nunca social, la justicia sólo puede
ser aplicada a los hombres; la determinación de los
méritos y las responsabilidades es un hecho absolutamente
individual. La sociedad no es un ente autónomo, no tiene
derechos y por lo tanto no se le puede administrar justicia.
Aplicar la justicia implica dar a cada quien lo que
merece, o sea, si el acto practicado es correcto
amerita dar un reconocimiento, pero si el hecho cometido
es un delito hay que condenarlo. ¿Podemos condenar una sociedad?
Si nos limitamos a realizar un análisis superficial
podríamos decir que si, que se habría ensayado esto en distintos momentos de la
historia (valga como ejemplo la funesta condena de la sociedad judía
por parte del nazismo); pero si lo pensamos mejor, veremos que
los condenados, los que padecieron de aquel horror, eran individuos, personas
de carne y hueso que tenían en común la condición de ser judíos; no padeció de
torturas ni masacres un ente etéreo llamado la sociedad
judía.
Por otra parte, la quimera distributiva es el
condimento exacto necesario para que esta obra maestra
de sumisión perversa se esconda bajo el disfraz de santidad. La idea de un Robin Hood, que despoja
a los ricos para darle a los pobres, tiene ribetes que son mínimamente
peligrosos. Primero considera que el
rico no merece tener lo que tiene, que su riqueza la obtuvo abusando de otros.
Luego supone que el pobre es necesariamente un
explotado, que es una víctima de los poderosos. Por
último, cree que un iluminado burócrata
tiene la capacidad de determinar cómo deben repartirse los
bienes para que se haga justicia.
La primera herramienta de extorsión que utilizan estos
titiriteros es la solidaridad compulsiva. Esta es una intimidación moral que
se ejerce sobre los que más tienen para que resignen parte del fruto
de su trabajo. Luego a este botín lo distribuye entre los más necesitados,
como si fuese un esclarecido mesías que se queda con el
reconocimiento y la gloria, como si lo repartido fuese propio.
Después se ajusta la presión impositiva sobre los más
pudientes, con el dinero que se obtiene de ellos, se financian las loables y necesarias
obras de educación y salud pública (servicios que paradójicamente no utiliza
este sector de la sociedad que hace el aporte). Pero sucede que además, parte
de estos fondos, se malversan en forma discrecional a
través de planes sociales o subsidios, la caridad institucionalizada es un modo
sutil y oculto de sometimiento.
El asistir en forma continua y sistemática con
limosnas a quienes no encuentran el camino para
desarrollarse en el plano económico, en
lugar de brindarles el asesoramiento y las herramientas necesarias para
alcanzar su autonomía, mantiene a estas personas en un estado
de modorra y servidumbre. Y si hay un siervo hay un amo, ese
amo es el que le da las migajas diarias, manteniendo su poder vigente
gracias a este artilugio de opresión disfrazado de beneficencia.
Ahora veamos porqué es injusto todo esto. En primer
lugar, se le quita la autarquía a quienes
dependen de esta dádiva para poder sobrevivir,
se les quita la esencia de su condición de seres humanos, su derecho a la
autodeterminación, su libertad.
Por otro lado, quienes deben aportar al mantenimiento
de estas familias, por lo general numerosas,
deben resignar anhelos propios a favor de terceros
desconocidos. Para ilustrarlo mejor, digamos que
soy un padre de clase media con dos hijos y me hubiese gustado tener un tercer
hijo; pero mí presupuesto familiar no me permite traer
al mundo a otra persona y brindarle la comida, salud, educación, vestimenta y
demás elementos que considero es mí deber otorgarle.
Frente a este cuadro de situación se me ocurre plantear
los siguientes interrogantes ¿Es posible, que si no pagase tantos impuestos
para subsidiar a familias con muchos hijos y pocos recursos, hubiese
podido traer al mundo el vástago que resigné?
¿Es justo que yo deje de tener un nuevo y
deseado descendiente, consiente de no poder encuadrarlo
dentro de lo que considero paternidad responsable,
para que otros tengan hijos con alegre ligereza? ¿Qué clase
de asistencia tendrán estos niños hacinados, fruto de la falta de
comprensión de que la paternidad es una moneda que tiene dos caras,
una la del derecho a ser padre y la otra la de la responsabilidad que esto
conlleva?
Lo cierto es que el dinero que se me confisca para
mantener toda esta parafernalia no es mío, no
me pertenece. Ese dinero es el de mis hijos por nacer,
que nunca tuvieron ni tendrán el derecho a existir;
a ellos les deben las explicaciones estos truhanes.
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