Palabras, acción, educación y respeto
Gabriel Boragina

Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas. Egresado de ESEADE (Escuela Superior de Economía y Administración de Empresas). Autor de numerosos libros, entre ellos: La credulidad, La democracia, Socialismo y Capitalismo, La teoría del mito social, Apuntes sobre filosofía política y económica, etc. como sus obras más vendidas.



"No me preocupan los gritos de los deshonestos, de la gente sin escrúpulos y de los delincuentes, más me preocupa, el silencio de los buenos".

Esta frase se la vi atribuida a muchas personas diferentes. Cuando tuve la primera noticia de ella, quien me la envió se la endilgó a Mandela (ex presidente de Sudáfrica), otros se la otorgaron a Einstein, o Luther King, y la lista sigue. En fin. No importa mucho quien fue realmente el primero que la dijo, ni cuándo, ni cómo la dijo. Sea quien fuera su autor, la frase revela una semi-verdad. Semi-verdad porque, a mí no me preocupan, ni los gritos, ni los silencios de unos o de otros, lo que si me preocupan son las acciones, reacciones e inacciones, que son las que realmente valen. Porque, como dice el refrán célebre respecto de los "dichos" podría aplicarse aquel que expresa "perro que ladra no muerde". O el otro en latín, "res non verba", o este otro "las palabras se las lleva el viento".

Vivo en un medio donde se les da una excesiva importancia a las palabras. Me refiero a las palabras que connotan acciones. Por ejemplo, aquellos que manifiestan "Voy a …" es decir, indican la voluntad de emprender un curso de acción determinado o determinable. Lo relevante es el contenido de ese curso de acción. Si es bueno o si es malo. Y, fundamentalmente, si quien emite el enunciado está en condiciones de realizarlo o no y, lo más importante de todo, si es su voluntad llevarlo a cabo o no hacerlo. Y ello, con independencia del fin que se persiga.

Nada de lo que se diga reviste ningún tipo de importancia si no va seguido de una acción en consecuencia y concordancia con lo previamente dicho. El discurso que no se traduce en acción es completamente inocuo.

No obstante, las palabras ejercen tal tipo de fascinación sobre las masas, que tienen el poder de movilizarlas aun cuando quien las pronuncie no las acompañe con ningún tipo de acción. Este truco es bien conocido por aquellos que dominan el arte de la persuasión oral, resultado este último que generalmente se consigue aun cuando quien lo intente no posea esa habilidad ni maneje acabadamente las reglas básicas de la oratoria. Tal es el influjo que la palabra ejerce sobre el ser humano.

Es curioso el fenómeno por el cual un discurso genera credibilidad (mayor o menor) en quienes lo escuchan, aun antes de verificar si lo dicho se concretiza en la práctica.

Los hechos sirven para confirmar la verdad o falsedad de las palabras.

Hay veces que con lo único que contamos para conocer algo no son los sucesos, sino las palabras. Pasa con la historia, cuando no hemos sido protagonistas de los acontecimientos que se narran como ocurridos en épocas remotas.

En otras ocasiones, aunque las coyunturas sean contemporáneas, la única forma que tenemos de conocerlas es mediante las palabras que las narran, ya sean en periódicos, libros, revistas o por radio, TV, Internet, cine, etc.

En suma, lo que nos queda al final, cuando los casos suceden lejos de nosotros, o se nos dicen acaecidos en épocas remotas, son las palabras que nos dan cuenta de ellos.

El problema surge cuando con las palabras se busca desmentir lo ocurrido, o cuando no se es consecuente el decir con el hacer, comportándose de manera contraria a la que se proclama. De esto tenemos -en nuestros días- ejemplos a granel, casi constantes en nuestra vida diaria. Promesas incumplidas, mentiras, generación de falsas expectativas, etc. Parece que estas conductas se esparcen como reguero de pólvora a una velocidad inusitada. La falta de compromiso se ha vuelto algo persistente. Esto, que normalmente se le critica a los políticos es, sin embargo, una experiencia constatable, día a día, con la gente (al menos en mi rutina lo es), tanto sea afirmar una falsedad o negar una verdad en momentos diferentes y -a menudo- sobre una misma cuestión.

¿A qué atribuirlo? Estimo que la pregunta es tan compleja como las respuestas que puedan dársele. Pero más allá de hablar de una "crisis de valores", hay que entender que estos se inculcan en la educación, y que es en este ámbito donde hay que buscar la verdadera génesis de la tan vapuleada frase "crisis de valores". Esta es consecuencia de aquella y no su causa. Y por carácter transitivo, de toda crisis de cualquier naturaleza que sea (política económica, etc..).

Nada, ningún fenómeno, se da en el "vacío" (en el caso, un vacío sociocultural), y una "crisis de valores" no viene a ser otra cosa que un proceso educativo por el cual una serie de valores son reemplazados por otra cadena de contra-valores.

Vivimos en crisis por esta causa fundamental, a mi modo de ver. Pero, esta crisis educativa, a su vez ¿a qué se debe? Estimo que, a repetidos procesos de deseducación que terminan resultando en una mala educación, lo que -al final del camino- da una pléyade de ciudadanos mal educados. Y no solamente me refiero a la mal-educación en las formas, sino en las esencias de las relaciones humanas. No me parece tan importante que se omitan gestos de cortesía, como los saludos o agradecimientos, como de ordinario parece estar sucediendo en casi todas partes (aunque no le quito toda importancia) sino mucho más que se incumplan contratos, compromisos, palabras dadas (que ya no "empeñadas") expectativas generadas por el promitente, etc. Tenemos un problema de mala educación, por no enseñarse el valor del respeto al prójimo. Al semejante. En otros casos, habrá que hablar de desenseñarse, y en su lugar "enseñarse" su contravalor: el irrespeto o falta de respeto.

Pero en este caso -como en los anteriores- las palabras (por si mismas) tienen poca fuerza si no son seguidas del ejemplo que las avala y las acompaña. Es aquí cuando el problema comienza a ser preocupante en el marco de un proceso de degradación cultural.

El respeto consiste -resumidamente- en no interferir con el proyecto de vida ajeno, en tanto este no nos ocasione un daño personal (real o potencial) a nuestro propio proyecto de vida, en una relación reciproca, y en idéntico sentido con todos los demás.
 
 

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