Los orígenes del capitalismo y la economía moderna
Enrique Blasco Garma
Economista.
El fenómeno conocido como la Ilustración liberó las mentes: ¡Que fluyan los pensamientos sin censuras de la fe y totalitarismos! Abrirse a exploraciones personales y liberarse de las opresiones. La Ilustración impugnaba al oscurantismo medieval, a que la fe dominara a la razón, a desvalorizar lo mundano y favorecer lo ultraterreno, impidiendo saberes si contradecían los dogmas. De esa forma, las sociedades quedaban sometidas al poder despótico de los soberanos y a una rígida estructura social.
El libro A Culture of Growth: The Origins of the Modern Economy, del historiador de la economía Joel Mokyr, explica por qué el capitalismo surgió en Occidente. Las posibilidades concretas de progresar conforman supuestos ampliamente compartidos en las sociedades avanzadas. Sin embargo, en el resto de los países, la mayoría de la humanidad sigue reprimida según ciclos determinados por poderes superiores, corrupciones difundiendo ideologías superadas.
La convicción de que podemos trabajar hacia un mundo mejor para nosotros y nuestra posteridad emergió en los dos siglos entre Cristóbal Colón e Isaac Newton. Nuestra Constitución incorpora esa luz. La idea moderna del progreso reconoce que la actual generación dispone de mayores habilidades que las anteriores, contradiciendo al culto del pasado.
Con los grandes descubrimientos de América, los viajes a través del mundo y la Reforma, los europeos comenzaron a desconfiar del legado de los textos clásicos, de geografía, medicina, astronomía, física, que fueran las fuentes ancestrales de sabiduría. La creencia que todo el conocimiento había sido revelado en los textos sagrados y las enseñanzas de los grandes maestros. Si las autoridades clásicas estaban equivocadas en tantas cosas, ¿por qué confiarles en otras?
El núcleo de los saberes ancestrales había colapsado, hacia 1600. La Tierra como centro del Universo; la enseñanza aristotélica de que las estrellas estaban fijadas en el espacio fue desmentida por Ticho Brahe en 1572. Los europeos inventaron instrumentos de medición que permitieron ver aquello que los antiguos no podían imaginar. Ptolomeo no tenía telescopio; Plinio carecía de microscopio y Arquímedes no tuvo barómetro. Los contemporáneos consiguieron informarse mejor que los clásicos de la antigüedad. La única verdad es la comprobada en hechos, no en la voz de personas prestigiosas.
El lema de la Royal Society, fundada en 1660 en Londres, era in nullius verba, “en la palabra de ninguno”. El escepticismo pasó a ser la raíz principal del conocimiento. Hasta la Biblia comenzó a ser examinada críticamente, nada menos que por Baruch Spinoza.
Las batallas intelectuales
Sin embargo, las tradiciones no ceden sin pelea. Las batallas intelectuales continúan entre los partidarios de los modos antiguos y los modernos. Mientras los gustos son disputables, las mediciones son incontestables. La velocidad de la caída de los objetos, la circulación de la sangre, las órbitas de los cuerpos celestes se confirman con observaciones precisas.
Autores diferentes ponderaban cosas diversas refiriéndose al progreso. Algunos deseaban en mejoras de la moral; otros, soberanos menos tiránicos. Pero quedó cada vez más claro que el progreso económico consistía en la prosperidad material, además de tolerancia religiosa, igualdad frente a la ley y otros derechos. El progreso disfrutado era tan explosivo que aún los más optimistas había subestimado el control de la electricidad, fabricar aceros menos costosos, abastecer el planeta con alimentos de calidad y duplicar la expectativa de vida, al tiempo que recortaban a la mitad las horas dedicadas al trabajo.
Durante el siglo XVIII, tomó fuerza el consenso de que la ciencia y tecnología eran los motores de progreso económico no obstante las corrupciones de los soberanos reinantes. Inglaterra, especialmente, enfrentaba urgentes desafíos tecnológicos. Entre ellos, posicionar los navíos en el mar, midiendo la longitud; hilar fibras sin utilizar los dedos; bombear agua de las minas inundadas de carbón – el principal combustible de la época-, prevenir la viruela -la enfermedad más temida entonces- y abaratar la refinación de arrabio. En 1800, tales desafíos quedaron resueltos y muchos más.
Joel Mokyr observa que las libertades disfrutadas en una Europa políticamente fragmentada, en el período entre 1500 a 1700, posibilitaron un “mercado de las ideas” competitivo e incentivos de investigar los secretos de la naturaleza. Al mismo tiempo, una comunidad transnacional de brillantes pensadores conocidos como la “república de las letras” hizo circular y distribuir libremente ideas y escritos.
Esta fragmentación política y el respaldo de ese ambiente intelectual explica que la revolución industrial ocurriera en Europa, pero no en China, a pesar de niveles iniciales similares de la tecnología y actividad intelectual. En Europa, los pensadores heterodoxos y creativos encontraron refugio en otros países y difundieron su pensamiento a través de las fronteras. Por el contrario, China se mantuvo férreamente controlada por la élite gobernante.
Combinando ideas de la economía y la evolución cultural, A Culture of Growth ofrece sorprendentes razones porqué las bases de nuestra economía moderna se fundaron en los dos siglos entre Colón y Newton.
Los hechos básicos no están en discusión. La revolución industrial inglesa de finales del siglo XVIII desató un fenómeno nunca experimentado por ninguna sociedad. Por supuesto, hubo innovaciones a lo largo de la historia. Pueden rastrearse los avances en épocas anteriores -como los molinos de agua, el collar del caballo y la imprenta- y evaluar sus efectos económicos. A menudo transformaron una industria, pero una vez incorporado, el progreso se lentificó, hasta detenerse por completo.
El reciente libro de Mark P. Mills, “The Cloud Revolution”, conecta la multiplicación expansiva de las tecnologías diferentes con las empresas que logran combinarlas. Ejemplo, Steve Jobs coordinó tres avances diferentes, ninguno de su autoría, para desarrollar el IPhone: la batería de litio; la pantalla LCD; y el microprocesador. Las empresas creativas integran habilidades dispersas para ofrecer soluciones novedosas. Varios Premio Nobel de economía explicaron la superioridad decisiva del trabajo en mercados y empresas competitivas.
Los avances suelen encontrar oposiciones, que acentúan los costos. En el siglo XVII, los jesuitas lucharon denodadamente contra las innovaciones de la astronomía copernicana y el cálculo infinitesimal. Tratadistas, como Thomas Malthus, postularon que el crecimiento demográfico haría peligrar los frutos de crecimiento económico. Creencia que todavía cuenta adherentes.
En nuestro tiempo, temores no comprobados a “monstruosidades” creadas por la ingeniería genética (personas más inteligentes, semillas resistentes a la sequía, mosquitos que no transmiten malaria) amenazan a frenar las investigaciones en campos cruciales, incluyendo encarar el cambio climático.
El progreso implica riesgos y costos, pero la alternativa suele ser peor. Hacia fines del siglo XIX, la Argentina se había incorporado al capitalismo. Pero, desde mediados del siglo XX, fue asfixiando la competencia. El canto del principal partido político reza “combatiendo al capital”.
Las mediciones precisas desnudan falsos relatos, como lo demuestra el gráfico más arriba sobre el PBI por habitante de los países, el cual mide mejor que los discursos de los gobernantes cuáles son los que contribuyen al mejor bienestar de su gente. Quienes no conforman el grupo de naciones capitalistas quedan invitados a integrarlas, superando ideologías empobrecedoras.
Publicado en INFOBAE.
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