Del discurso a la realidad
Gabriel Boragina
Abogado. Master en
Economía y Administración de Empresas. Egresado de ESEADE (Escuela Superior de
Economía y Administración de Empresas). Autor de numerosos libros, entre ellos:
La credulidad, La democracia, Socialismo y Capitalismo, La teoría del mito
social, Apuntes sobre filosofía política y económica, etc. como sus obras más
vendidas.
Resulta admirable como estudio sociológico la conducta de ciertos colectivos en determinados momentos de su vida como, por ejemplo, el de las sociedades durante las campañas pre y pos electorales.
En contexto, es falaz hablar de ''conducta'' de entes colectivos, pero de alguna manera hay que expresarse para designar lo que, en realidad, son acciones de individuos que, sumados, toman decisiones que confluyen en un resultado común y único.
Nos hemos referido muchas veces a la inmadurez política de la sociedad argentina salvando cada vez menores excepciones individuales.
Observamos un proceso de masificación social que se proyecta en casi todos los campos de la actividad humana, educativa, política, económica, etc.
La gente, en general, suele diferenciar implícitamente entre los políticos y la política. Dice no creer en los primeros, pero si en la segunda como vía del cambio social. Dicha disección es artificiosa. No parece percibirse que los políticos son el resultado natural de la política, y que esta última, en verdad, es consecuencia de todo un proceso cultural evolutivo o (como pareciera pasar en el caso argentino) involutivo.
La conducta de los candidatos que -con total desparpajo- prometen quimeras con la única meta de llegar al poder a como dé, puede tener lugar en un cuadro en el cual se supone que la gente es voluble y, al mismo tiempo, posee el grado de estupidez necesaria como para votar cualquier promesa que suene atractiva a los oídos, aunque su práctica sea compleja o directamente inviable.
Un rol relevante es el que cumplen los medios masivos de comunicación, en particular la televisión, que sigue siendo el factor dominante a través del cual el grueso de la población (incluyendo personas que se autodenominan cultas) abrevan para formar sus opiniones, y en el que basan sus posteriores elecciones.
La TV es el ámbito propicio para los siempre abundantes vendedores de utopías, porque es allí donde alcanzan gran visibilidad y audibilidad.
Su efecto masificador es ideal para los inescrupulosos o delirantes que, cual modernos ingenieros sociales (de los que alertó el fenomenal Friedrich A. von Hayek), proyectan sus fantasías exponencialmente sobre ilusos auditorios, con el único propósito de exaltar sus propias figuras como únicos portavoces y ‘’salvadores de la patria’’.
La ausencia de pensamiento crítico es pasmosa.
La desfachatez de los candidatos, en especial de los más intransigentes, en cuanto a sus propuestas parece no percibirse por el electorado. Ofertas y medidas incumplibles se presentan sin ningún tipo de pudor y son aplaudidas por el vulgo como si fueran la octava maravilla del mundo.
La sociedad idolátrica
Una sociedad como la argentina que necesita ávida y casi desesperadamente de lideres y conductores a quienes seguir y obedecer irreflexivamente, es ''caldo de cultivo'' para que estos aparezcan en la TV y se vendan a sí mismos como la única solución a todos los problemas terrenales que padece la sociedad argentina.
Cada vez más se pierde la ecuanimidad y el equilibrio.
Aclaro que esto no es una condena a los medios en sí mismos sino al espectador, al oyente. Los medios de comunicación, en suma, son sólo vehículos, si bien no desinteresados.
Cuando se presenta un problema social no hay inocentes. Todos, aunque en diferentes grados y magnitud, son sus responsables. Es un mecanismo de retroalimentación.
Expresiones cien por ciento idolátricas tales como catalogar a cierto candidato como ''La esperanza de la Argentina'' son de lamentar, máxime cuando provienen de personas que en otra época y momentos condenaron enfáticamente el modelo de líder que ahora enaltecen.
La ingenuidad es pasmosa, y hay candidatos que cuando toman conciencia de la magnitud de su torpeza ante la eventualidad de enfrentarse con el desafío de gobernar, intentan morigerar puerilmente su irresponsable discurso previo plagado de fantasías y falsas expectativas creadas, retractándose apresurada y atropelladamente de lo que aseguraron a su electorado harían una vez llegados al poder, intentando de dar una imagen tardía y ridícula de seriedad y de prudencia que no mostraron de entrada.
Mientras tanto la gente, el pueblo, el ciudadano común y corriente, seguirá sufriendo en su piel sus propias contradicciones fruto de su infantil credulidad. Porque, en definitiva, siempre es este el que delega su poder en los políticos.
Pero lo que más me sorprende es que gente que en algún momento parecía sensata haya caído en esa especie de encantamiento y sopor que discursos falaces y demagógicos incautan a la mayoría de mucho menores luces ¿o habrá sido al revés?.
El doble discurso
Y otra vez tenemos que volver a este tema. No es la primera vez. El divorcio entre el decir y el hacer. Una constante en el mundo político que continúa siendo una fórmula eficaz en sociedades inmaduras y adolescentes como la argentina.
Candidatos cuyo comportamiento y actitudes se contraponen abiertamente con lo que peroran ante los micrófonos y las cámaras. Y que en sus actitudes -tanto públicas como privadas- son la antítesis de lo que dicen y prometen ser y hacer para otros.
A ello hay que sumarle la permanente y pueril sorpresa de un electorado que permanece creyendo en leyendas míticas de paz y bienestar instantáneo, sin sacrificios, sin dolores, sin costo alguno. Un espectáculo deprimente que, no por cotidiano, subsiste siendo desesperanzador.
Y todo esto no son mas que síndromes de lo que hemos denominado populismo. Las sociedades populistas (frutos de un largo periodo de vivir bajo tal anomalía) devienen en estas patologías sociales, que terminan convirtiéndose en verdaderos hábitos.
Por ello, en estos ámbitos pueden convivir (no sin severos conflictos) el mito con la realidad. El fracaso deriva de tratar de compatibilizar ambos. Es decir, cuando se pretende convertir en real el deseo mítico.
Por ello, en un contexto de esta naturaleza, pierden relevancia las instituciones y prima el voluntarismo, el discurso providencial del líder indiscutido que, aunque contradictorio, ridículo y falaz por donde un crítico racional lo analice, deberá prevalecer -no obstante su delirio- por sobre todo y todos los demás, aplacando la disidencia y postergando al oponente y -finalmente- condenándoselo al ostracismo.
La Argentina no saldrá del pozo en el que se encuentra mientras persista en su rol de sociedad mítica e idolátrica. Y no parece vislumbrarse en lo inmediato ese horizonte superador de madurez.
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