Más claro que el agua…
Elena Valero Narváez
Historiadora, analista política y periodista. Autora de “El Crepúsculo
Argentino. Lumiere, 2006. Miembro de Número de la Academia Argentina de Historia.
Juan
Bautista Alberdi, quien sentó las bases de la organización de nuestro país, nos
señala cuando explica la Constitución de
1853, la importancia que la libertad económica tiene para el progreso material
de la Nación. Aplaudo a Javier Milei,
quien desde su incursión en el mundo de la política, lo hizo salir, una vez
más, a la palestra; resumo en la nota, siguiendo al gran tucumano, algunos
de los puntos que el Presidente tiene en cuenta para la transformación
trascendental que procura.
La Constitución alberdiana estimula la venida
de capitales al país, asegura a todos los habitantes la libertad de trabajar y
ejercer toda industria lícita, de usar y disponer de su propiedad, de asociarse
con fines útiles. Por ello mismo, toda
ley, todo reglamento, todo estatuto, que saca de manos de los particulares el
ejercicio de alguna de las operaciones que permite la Constitución, ya sea un
monopolio o servicio exclusivo del Estado, ataca las libertades que ella
concede, alterando la naturaleza del Gobierno cuyas atribuciones se reducen a
legislar, juzgar, y gobernar, jamás a ejercer industrias de dominio privado.
No
existe, en toda la Constitución
alberdiana, una disposición que atribuya
a rama alguna del Gobierno la facultad de ejercer el comercio, la agricultura, o la industria, por cuenta del Estado. Así lo explica nuestro
prócer de la libertad: si éste se hace banquero, asegurador, martillero,
empresario, sale de su rol constitucional, y si excluye de esos ramos a los particulares
se alza con el derecho privado y con la Constitución. No hay peor agricultor, peor comerciante, peor
fabricante, que el Estado, porque siendo
esas actividades ajenas a sus funciones no
las atiende, no tiene tiempo ni capitales, arroja por lo tanto al país a la pobreza y a la arbitrariedad. La mayor
sabiduría de la Constitución argentina está en haber hecho de la industria un
derecho civil, común a todos los
habitantes, abrir el campo a la actividad y empleo de los capitales
privados. Ha querido, también, que la
libertad de acción dada al capital se asegure por tratados de comercio
internacionales. El mejor medio de
asegurarlos es que se especifiquen y califiquen por su nombre, una por una, las libertades concedidas a los signatarios del tratado, sin que puedan ser
revocados por ley alguna, lo más que la
Carta Magna exige es que estén en
conformidad con el derecho público.
El progreso material de la República Argentina
consiste en capitales transformados en ferrocarriles, puentes, fábricas, bienes
de todo tipo, fecundar la producción y
la productividad favorece el mejoramiento del nivel de vida. Alberdi instaba a rodear de igual inmunidad al capital extranjero
que al nacional como único medio de colocarlos
al abrigo de peligros, atraerlos y fijarlos al país. Después de la libertad, es la seguridad el otro medio de conquistarlos, así lo pide el
artículo 27 de la Constitución: obliga al Gobierno federal a afianzar sus
relaciones de paz y comercio con las potencias extranjeras por medio de
tratados que respeten los principios del derecho público que ella establece.
La insubsistencia de la autoridad, la imperfección
de nuestras leyes civiles que atemorizan con multitud de privilegios y causas
de preferencia, la lentitud de las tramitaciones judiciales, las malas leyes
sobre quiebras, leyes ciegas que atropellan la Justicia en vez de protegerla e
infringen la Constitución, ponen a los inversores
en la alternativa de arruinarse y de
abandonar el país que los hostiliza y aleja. Alberdi, como también el
Presidente, pensaba que el capital es demasiado perspicaz para que necesite que
la ley se encargue de formarle sus ganancias o de señalarle los empleos más
lucrativos y ventajosos para su incremento, no quiere más apoyo de la ley que
el que le da la Constitución, así es que
no hay salario legal, ni precio legal, tampoco interés legal.
Es
imprescindible hoy, como ayer, derogar las leyes que nos arruinan, frustran, y empobrecen. Muchas de ellas son las mismas,
como bien lo explica Alberdi, que despoblaron a España de sus habitantes más cultos
e industriosos; el odio a árabes y
judíos hicieron daño a la industria de
ese país, el nuestro lo importó, hasta el día de hoy se mira con “mal ojo” al
capital extranjero, sin que importe que
puedan sacarnos de la miseria y la
desventura.
Con respecto a la distribución de la riqueza, otro de los problemas que provocan
desencuentros, Alberdi, certeramente, señala, que dar utilidades a los unos y excluir a los
otros es contrario a la moral cristiana, la cual hace de todos el deber de
trabajar y da a todos el derecho de vivir
de su producto. La Constitución propende a que no haya excluidos en el banquete de la riqueza
nacional, haciendo del suelo argentino la patria de todo el mundo en cuanto a lo que es formar riqueza y disfrutarla en
provecho propio.
Para
proteger mejor el fin social de la riqueza, nuestra Ley Fundamental ha
preferido la distribución libre a la distribución reglamentaria y artificial,
ésta se opera por sí sola, tanto más equitativamente cuando menos se entromete
el Estado en imponerle reglas. En vez de
inventar despóticamente normas y principios de distribución para la riqueza, afirma
los principios a favor del derecho que asiste al productor de participar en la
utilidad del producto, en proporción al servicio con que ha cooperado a su
creación. Entonces, para la Constitución
liberal que defiende el gobierno actual,
la riqueza no es un fin sino el medio más eficaz de cambiar la condición
del hombre argentino en el sentido de su progreso y bienestar, que es el fin de
todas sus disposiciones. Satisface, nos recalca Alberdi, las exigencias de la economía cristiana, sin incurrir en las extravagancias y vicios
del socialismo que promueve remedios más nefastos que el mal, por lo que, con tanta razón, ha espantado a los hombres sensatos.
Viene
bien volver a Alberdi, para que se
entienda parte del problema actual respecto al trabajo: la Constitución proclama
la libertad o derecho al trabajo pero no por ello le da a todo trabajador la
seguridad de hallarlo, siempre. La ley no
puede obligar a ocupar al que no lo necesita, sería contrario al principio de
libertad que protege al que rechaza lo que no quiere o precisa. Garantizar trabajo
a cada obrero, ha dicho Juan Bautista, sería impracticable, sería como
asegurar a todo vendedor un comprador, a todo abogado un cliente, a todo
médico un enfermo, a todo cómico, aunque fuese detestable, un auditorio, La ley
no podría tener ese poder, sino a expensas de la libertad y de la propiedad, sería
preciso para dar a los unos, quitarle a los otros. Semejante ley no podría existir bajo una Constitución
que consagra, a favor de todos los
habitantes, los principios de libertad y
de propiedad como bases esenciales de la legislación.
En cuanto al salario, no hay salario real u obligatorio a los ojos de la Constitución, fuera de aquél
que tiene por ley la estipulación expresa de las partes, o la decisión del juez
fundado en el precio corriente del trabajo, en caso que hubiese controversia. La ley no podrá tener más poder
que el que le ha trazado la Constitución, su intervención en la organización
del trabajo no puede ir más allá del deber de garantizar los beneficios de la
libertad, de la igualdad, de la propiedad y seguridad. He aquí la legislación
legítima y posible de parte del Estado; cualquier otra, afirma el autor
intelectual de la Constitución de 1853,
es quimérica o tiránica.
En Argentina,
sobre todo en política, se necesitan muchos Alberdis para que se acepte que la
libertad económica conviene a sus necesidades. Como bien lo expresó en muchos
de sus escritos, toda ley, todo decreto, todo acto, que de algún modo restringe
o compromete el principio de libertad,
es un ataque a la riqueza del ciudadano,
al Tesoro del Estado y al progreso material del país. El despotismo y la
tiranía, sean del poder, de las leyes, o
de los reglamentos, aniquilan, en su origen, el manantial de la riqueza, son para el país causa
de escasez y pobreza. Ojalá se entienda
en el Congreso!
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