El valor de la conciencia moral en las decisiones públicas
Antonio Margariti
Asesor Económico de la Bolsa de Comercio de Rosario y autor
del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo
para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de
Rosario.
En las políticas
adoptadas por los gobiernos o en las medidas que tomamos individualmente, tiene
una enorme importancia la conciencia moral de los gobernantes y los gobernados,
un aspecto generalmente soslayado en la
consideración popular.
La conciencia moral es
un intenso e íntimo fenómeno que penetra en cada uno de nosotros y dirige nuestras vidas. Porque es la capacidad
interior de aprobar o censurar nuestras propias acciones ya que ella nos
informa sobre su bondad o maldad, sobre su justicia o iniquidad.
Pero la conciencia no
siempre es correcta. Según nuestro aprendizaje y de acuerdo a valores en los
que creemos, podemos tener una conciencia recta o errónea, vencible o
invencible. Según el modo habitual en que nos
juzgamos a nosotros mismos y a los demás, ella puede ser: una conciencia laxa o estricta, hipócrita o
sincera, melindrosa o valiente.
Para darnos cuenta del
enorme papel que la conciencia desempeña en nuestras conductas y actitudes
frente a la vida, es interesante reproducir una preciosa novela inglesa (*)
mostrando qué son los valores y cómo obran
en la recta o errónea conciencia moral.
Transcurre en la
universidad de Oxford donde un joven historiador, de humilde origen, recientemente casado, con un hijo y muy pocos
recursos, está investigando cierta época
de la historia inglesa. Con gran esfuerzo ha reunido mucha documentación y
escribe su tesis con una teoría sumamente inteligente y novedosa. La
publicación de ese trabajo le significará no sólo enorme prestigio académico,
sino también su habilitación como profesor titular de una de las más excelentes
universidades del mundo y con ello un distinguido puesto en la universidad
gozando de buenos ingresos.
Así conseguirá salir
de su mísera condición y mantener dignamente a su familia.
Pero cuando está por
enviar el texto final del libro a la imprenta de Oxford, casualmente descubre
un terrible documento, hasta entonces
desconocido, que echa por tierra todo su
trabajo y destruye su tesis.
¿Qué hacer entonces? ¿Acelerar la publicación
porque no tiene tiempo para rehacer el libro? ¿Callar el contenido del
documento esperando que nadie lo descubra? ¿Quemarlo para que ninguno pueda utilizarlo en su contra? ¿Y si alguien
se entera de que él lo destruyó?
Al final
piensa que conviene dejarlo en su sitio, alentando la esperanza de que
al cabo de muchos años “alguien lo descubra casualmente”. Entonces tendrá
tiempo para corregir y superar su actual tesis.
Por eso, decide
dejarlo en su lugar y así surge la tragedia.
A los pocos días, en
el mismo archivo, aparece otro
historiador veterano que encuentra el fatídico
documento y comprueba -mediante fichas de la biblioteca- que el joven de
nuestra historia lo había consultado, pero silenció su hallazgo para proteger
la falsa tesis de su libro.
Da la casualidad que
este veterano profesor, es miembro del tribunal que debe aprobar su tesis y decidir contratarlo como
profesor titular en la prestigiosa universidad, con lo cual dejaría su vida de
estrecheces.
Con grandes
remordimientos al viejo profesor se le presenta un dilema moral: acallar lo que
ha sabido o votar en contra del postulante.
Decide adherir a la verdad, cuenta lo que sabe y rechaza el otorgamiento
de la plaza de profesor titular. El joven historiador se quita la vida y su
familia queda desamparada.
Esta no sólo es una
situación dramáticamente novelada. Es algo mucho más cotidiano de lo
pensado y que se presenta en el conjunto
de circunstancias de la vida pública del país desde que la clase política -en
su conjunto- entregó el alma al demonio
del enriquecimiento ilícito, propio o de
testaferros, mediante la corrupción, el
negociado de la obra pública, el tráfico de influencias o el conflicto de intereses mal resuelto.
Al no tener en claro
la profunda y decisiva intervención de la
conciencia moral, no acertamos a solucionar este complejo problema de
polución contaminante. Los escándalos se suceden unos detrás de otro y de un
tiempo a esta parte, la opinión pública de nuestro país ha perdido el sentido
ético del comportamiento social en la vida civil.
Nunca como ahora se
habló a favor de la solidaridad impuesta por leyes, pero tampoco nunca como hoy
surgen repulsivos piquetes, insolidarios cortes de ruta y agresivas violencias
contra niños, ancianos y mujeres
inocentes.
Este extraño
comportamiento social que soportamos, es fruto de un creciente egocentrismo
grupal que nos está metiendo a todos en una verdadera ley de la selva.
En muchos campos,
desde la política a la cultura, del sindicalismo a la educación y de la economía al mundo de los negocios,
se está imponiendo la tiranía de los más
fuertes, de los acomodados con el gobierno, de los más astutos y de los más
inescrupulosos.
Las causas deben
adjudicarse claramente al desvergonzado
testimonio que nos brindan las clases dirigentes, a la irrefrenable voracidad
fiscal que se queda con ¾ parte de los valores económicos creados por quien
trabaja privadamente, al desquiciante
fenómeno de la inflación que alienta la lucha salvaje de uno contra todos y a
la pérdida del fraternal sentimiento de compasión hacia quienes necesitan
nuestra ayuda.
Un caso tan frecuente,
que parece cosa de todos los días, consiste en justificar que los ahorros
individuales sólo pueden quedar a salvo de la voracidad del Estado si
conseguimos convertir los bienes en pesos, éstos en dólares y los dólares
transferirlos a bancos del exterior o invertirlos en sociedades off-shore.
Tales procedimiento parecen ser muy habituales en los gobernantes actuales como
en los anteriores, con la enorme y descomunal diferencia de que antes el origen
del dinero provenía descaradamente del saqueo del dinero público mientras que
ahora parecen ser el resultado de la preservación del fruto del propio trabajo.
Si algún día -en el
silencio de sus hogares- nuestros gobernantes dejaran de tener encallecidas sus
conciencias y sintieran el remordimiento de sus malas conductas, correspondería
advertirles que pueden liberarse de esa condena interior. Deben legislar, gestionar y dictar sentencias
conforme con su recta conciencia para
que nunca más nadie tenga que evadir impuestos, ocultar el dinero legítimamente
ganado, huir al dólar y depositarlo afuera
para ponerlo a salvo del arrebato tributario y la codicia política.
En definitiva, la
falta de conciencia moral hace que quienes tengan poder político, económico y
sindical, carezcan de la inteligencia y valentía para
asegurarnos a los argentinos estos fundamentales derechos humanos:
1° la existencia
de una moneda estable que garantice la equidad de los intercambios
entre empresarios y trabajadores y permita conservar el valor económico para
poder ahorrar.
2° la garantía
estricta de que el conjunto de impuestos, tributos, tasas, cargas públicas,
retenciones, anticipos, percepciones y contribuciones laborales nunca excederán más del 25 % de la
renta líquida personal, efectivamente obtenida mediante trabajo honesto.
3° el inmediato
anuncio de una nueva, seria y global
reforma impositiva por la cual los 96 impuestos vigentes queden
reducidos a muy pocos y equitativos impuestos cuya alícuota permita la vida
normal y sosegada de las personas honestas.
4° la inmediata
vigencia de un plan global nacional-provincial y municipal que establezca límites
penales para que el gasto público “nunca más” pueda exceder por encima del 25% del PBI asegurando que el resto deba
destinarse ¼ a consumo familiar, ¼ a mantenimiento del capital existente y ¼ a
constituir fondos de nuevo capital privado para permitir el crecimiento.
Como estas intenciones
nunca han estado presentes en la mente ni en la conciencia de nuestros
gobernantes, Argentina se ha convertido en un país que vive estancado desde hace
70 años y presenta progresivamente mayores conflictos sociales imposibles de
superar con justicia y libertad.
Esta es la enorme
importancia de conocer la catadura moral de nuestros gobernantes,
funcionarios, legisladores y magistrados
judiciales y el tipo de conciencia que
predomina en sus fueros íntimos, para poder elegir los mejores y castigar a los
usurpadores o depredadores del poder público.
(*) Romano Guardini: Lecciones de ética en
la Universidad de Munich, BAC, Madrid
2001.
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