El año del miedo

Elena Valero Narváez
Historiadora, analista política y periodista. Autora de “El Crepúsculo
Argentino. Lumiere, 2006. Miembro de Número de la Academia Argentina de Historia.
El miedo es una alteración
angustiosa del ánimo que experimentamos ante una amenaza real o imaginaria. El
coronavirus es una amenaza real, que ha vaciado las calles de todo al país. Después
de unos días de incredulidad, la información sobre las posibilidades de
contagio nos hizo comprender la necesidad de aislarnos en casa.
Si
bien el miedo normal, actúa como un sistema de alarma biológico que nos avisa
del peligro y, por lo tanto, nos protege, permitiéndonos reaccionar
adecuadamente ante la situación que vivimos, el miedo anormal, que hemos
experimentado muchos argentinos, o sea, el miedo excesivo, a veces nos impide actuar, nos paraliza y, en otras ocasiones, nos hace sobreactuar.
Algunos nos hemos quedado sin salir ni a la puerta y otros han tratado de huir,
abalanzándose sobre el peligro, provocando serios riesgos de contagio en muchas
personas. En resumen, cuando el miedo sobrepasa el límite de lo normal, o es
demasiado débil, incide negativamente en
nuestras decisiones.
Decidir,
como decía Ortega es preocuparse, ocuparse por anticipado. A cada instante
debemos resolver qué vamos a hacer en el siguiente, lo que va a ocupar nuestra
vida. Detrás de cada decisión subyace el miedo, la angustia, en mayor o menor
medida.
En la sociedad
en que vivimos, a diferencia de las del pasado, la acción es electiva, la
tradición no es sagrada, hay más posibilidad
de alejarse, o no respetar la decisión
del grupo, el individuo puede pensar diferente. Al tener libertad para elegir
es responsable de sus actos, debe pensar
en las consecuencias de sus acciones porque posiblemente afecten a otros. No está solo.
Nuestras
decisiones nos indican quienes somos. Diariamente, vemos sacrificarse a personas,
yendo a trabajar a los hospitales, inventando máscaras, o produciendo cosas que
ayudan a evitar el contagio o a pasarlo mejor, en caso de tener la desgracia de
tener que pasar días en un centro de salud. También irresponsables que suben a
un avión simulando estar sanos.
Hoy tenemos dos alternativas: subir o bajar
por el árbol del miedo. Hacia arriba huimos o nos ocultamos; hacia abajo
tomamos conciencia de que lo tenemos, lo aceptamos, nos sinceramos con nosotros
mismos y allí comienza la apertura que nos llevará a vivir la vida como una
aventura digna de ser vivida.. Esto implica algunos costos que tenemos que
afrontar cuando no hay otro remedio.
Las
personas deben orientarse por si mismas en multitud de situaciones cruciales
para sus vidas, sin la guía del grupo familiar que, por lo general, confiere
afecto y seguridad psicológica. La sola idea de estar solos en terapia
intensiva es un ejemplo que nos asusta, pero es parte de la vida. Vivir es
tratar de solucionar problemas. La esperanza de curarnos y de recibir un trato
digno que nos evite sufrimientos disminuye el miedo. Hasta que aparezcan
remedios efectivos o vacunas debemos cuidarnos lo mejor posible. Nuestra vida no es solo nuestra persona sino que de
ella forma parte nuestro mundo. Ambos solicitan nuestra atención constante. El
miedo, como los prejuicios, coarta nuestra actividad, como también, la
irresponsabilidad ante la pandemia.
En
situaciones de crisis como es un accidente, una guerra, o como en la
actualidad, un peligroso virus, el poder
tiende a concentrarse, para que las decisiones sean más rápidas y
efectivas. El Estado, tuvo un papel
fundamental para alcanzar, sin pérdida de tiempo, un acertado diagnóstico de la
realidad que vivimos. El conocimiento es el punto de partida para el
comportamiento exitoso. De esta manera, se está más cerca de alcanzar una
conducta correcta, aunque no esperemos que sea óptima. Las acciones dispuestas,
como sucede en otros países, tendrán algunas consecuencias no deseadas, siempre
desagradables y a veces, desgraciadamente, terribles. En los países donde
colapsa el sistema de salud se elige, como en la guerra, a quién salvar.
Sin saber a ciencia cierta, si se logrará lo
mejor, el Gobierno lo está intentando. O
por lo menos eso esperamos. Deseamos que el humanitarismo sea universalista y
apolítico como lo es el de la mayoría de las fundaciones privadas o el de las
organizaciones cristianas o la de las personas que están sacrificándose por
curar a los enfermos.
Es
loable la actividad del presidente Fernández y su diario interés en reducir el
peligro del contagio, pero no debiera írsele la mano. Cuando se oprime a la
actividad privada y se pretende planificar a la sociedad como si fuera el
ejército, mediante órdenes, se opaca la iniciativa
individual y la creatividad, siempre tan importante, y más, en situaciones de
crisis, como en este caso, una pandemia.
El peligro del burocratismo, la impersonalidad y el sectarismo político acechan
y pueden invalidar las mejores intenciones.
No
debe olvidar el Gobierno que la sociedad es esencialmente cooperativa y el
trabajo es la base de esa cooperación. Debe buscar la manera, ya lo está
haciendo la sociedad civil, de asegurar la producción de bienes y
servicios; de que la gente pueda ir a trabajar, con todos los
recaudos necesarios, depende que las
funciones sociales aseguren el bienestar general. Contrariamente, a lo que por lo general se cree, el trabajo no es alienante sino que, en vez, es una forma de integración social y
psicológica. Hoy notamos, los que
debemos acatar la cuarentena, que también sirve como terapéutica. Métodos para
evitar las enfermedades contagiosas si
no van acompañados de trabajo y aumento de la producción y productividad no podrán evitar la pobreza y otras enfermedades.
Recuperarnos
económicamente no se dará por milagro sino por sanas políticas económicas. Si se empobrece
desde el Estado, como se está haciendo con los impuestos distorsivos y decretos
que le pegan fuerte a quienes invierten, la pasaremos mal. Ahorro es igual a
beneficios para todos los que quieren producir. Los salarios pueden ser pagados
si hay gente que consume. Le será imposible al empresario continuar con su
empresa si no se le abona adecuadamente por lo que produce. El Estado no debería
congelar la actividad productiva de los argentinos, sino congelar su gasto excesivo y la emisión.
Recién estamos comenzando a sentir los efectos
del coronavirus en la salud y en la economía. Los países adelantados ya han
visto la importancia de contemplar los dos temas .El primero está llevándose
bien hasta ahora y, felizmente, el Presidente no solo ha tomado el toro por
las astas, sino también, ha llevado tranquilidad a la población. Doble sería el aplauso si pusiera a trabajar a su equipo económico en un verdadero plan antiinflacionario, que reduzca
el gasto público, libere la capacidad productiva, sometiendo a la competencia a todas las áreas
de la actividad económica y si realizara acuerdos libres y amistosos con los
productores sin necesidad de congelar los precios. Parar la emisión lleva implícita una profunda
reforma del estado que el Gobierno no ha dicho que llevará adelante. En vez, se
ha amenazado con una ley de
abastecimiento. No es conveniente: viola las normas constitucionales que
permiten la libertad de comercio, también las que garantizan la propiedad, y el
derecho individual de que las personas,
dispongan de los frutos del propio trabajo de la manera que quieran. La
sociedad no permitirá el abuso del poder estatal, por ello tantas voces piden
que el Estado controle sus cuentas.
El
gasto se va a aumentar con la necesidad de ayudar a las provincias y por el desequilibrio
de las empresas del Estado que necesitaran mayores desembolsos del Tesoro. El
déficit del sistema de previsión social es otra amenaza. Ante esta situación de
emergencia, lo prioritario es la salud, pero el déficit de presupuesto no puede
financiarse con nuevos impuestos y contribuciones. Como no se
aproveche la situación para realizar reformas necesarias que ayuden, en un
futuro cercano, a la recuperación y desarrollo del país, habrá mayor emisión
para financiar el antiguo y nuevo déficit. El Gobierno debe controlarse a sí
mismo sin castigar a todos los argentinos, como viene haciéndolo hasta ahora.
El
futuro es una conquista, tenemos que luchar contra los políticos que construyen
la realidad mediante el autoengaño, construyendo una realidad a su medida, sin
pensar en las consecuencias de sus decisiones. Se necesitan transformaciones
socio-económicas en el sentido de abandonar una economía de base dirigista,
intervenida por el Estado y agobiada por
la inflación. Los argentinos, sobretodo los empresarios, necesitan saber si el
escenario que delineará el Gobierno, en
un futuro próximo, les permitirá ejercer su energía y creatividad.
La sociedad acepta que se destinen fondos con
fines asistenciales en esta situación de emergencia, incluso política fiscal de
emisiones públicas y presupuesto deficitario, pero no que vaya más allá de unos
meses. Ya se debe ir pensando en una salida que ayude rápidamente a salir del
limbo sin llegar al infierno.
Lo
sensato es que haya un clima de libertad, responsabilidad y prudencia, como
marco adecuado para el tratamiento razonado de la difícil situación que
atravesamos.
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