La conciencia moral del Presidente y sus próximas decisiones
Antonio Margariti
Asesor Económico de la Bolsa de Comercio de Rosario y autor
del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo
para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de
Rosario.
Cuando
un mandatario adopta políticas de gobierno y decide tomar medidas que nos afectan a todos, su conciencia moral adquiere una importancia
enorme, mucho mayor que el interesado cálculo político para conformar a sus patrocinadores
y partidarios.
Sin
embargo, esta incidencia es una cuestión soslayada por el círculo de asesores del presidente, por los politicólogos y comentaristas y hasta por la
consideración popular.
A
todos ellos, pareciera que la conciencia
moral fuese algo ajeno e intrascendente a la gestión de un gobierno. Así les va y así
estamos.
La
conciencia moral no es una figura retórica, sino un intenso fenómeno que penetra en la intimidad cada uno
de nosotros y dirige nuestras
vidas, incluyendo la vida del presidente.
La conciencia moral existe y se espabila o
adormece. Es la capacidad interior que tenemos para aprobar o censurar nuestras
decisiones y la aptitud de que nos informe sobre la bondad o maldad de nuestros
deseos y acciones.
No
hay dudas que la conciencia moral es la voz de Dios, o de la Autoridad suprema,
en nuestro interior.
Es
cierto que a veces no es correcta. Depende de cómo haya sido inculcada por nuestros padres, por la religión o por el testimonio de
algunas personas que han influido en nuestras vidas; pero
siempre define normas de
conductas razonables o erróneas.
Por
eso podemos tener una conciencia recta o equivocada, rígida o maleable, dócil o rebelde. Y de este modo,
según cómo nos juzguemos a nosotros
mismos y a los demás, la conciencia puede ser laxa o estricta, hipócrita o
sincera, cobarde o valiente.
Para
darnos cuenta del enorme papel que la conciencia moral desempeña en la conducta
de un presidente y en las actitudes frente a la vida, es interesante
reproducir una preciosa historia que muestra qué son los valores y cómo ellos pueden obrar de manera errónea o correcta.
Ha sido rescatada por el filósofo ítalo
alemán Romano Guardini (*) en sus lecciones de la “Ludwig-Maximilians-Universität”
de Munich.
La historia transcurrió en la
universidad de Oxford, Gran Bretaña. Un joven historiador, de humilde
origen, recientemente casado, con un
hijo y muy pocos recursos, está
investigando cierta época de la historia inglesa. Con gran esfuerzo ha reunido
mucha documentación y escribe su tesis con una teoría sumamente inteligente y
novedosa. La publicación de ese trabajo le significará no sólo enorme prestigio
académico, sino también su habilitación como profesor titular en una de
las excelentes universidades del mundo y,
con ello, un distinguido puesto en la universidad
gozando de muy buenos ingresos.
Así conseguirá salir de su mísera
condición y mantener dignamente a su familia.
Pero cuando está por enviar el texto
final del libro a la imprenta de Oxford, descubre casualmente un terrible documento, hasta entonces desconocido, que echa por tierra todo su trabajo y
destruye su tesis demostrando que es falsa.
¿Qué
hace entonces? ¿Acelerar la publicación de la tesis porque no tiene tiempo para rehacerla? ¿Callar
el contenido del documento esperando que nadie lo encuentre? ¿Quemarlo para que
ninguno lo utilice en su contra? ¿Y si alguien se entera de que
él lo destruyó?¿Qué puede pasarle?
Al
final piensa que conviene dejarlo en su
sitio, alentando la esperanza de que sólo al cabo de muchos años “alguien lo
descubrirá casualmente”. Entonces tendrá tiempo para corregir y superar su
actual tesis, pero habrá conseguido el cargo y cobrado buen sueldo.
Por eso, decide dejarlo en su lugar y
allí surge la tragedia.
A los pocos días, en el mismo archivo,
aparece otro veterano historiador que
encuentra el fatídico documento y
comprueba -mediante las fichas de la biblioteca- que el joven de nuestra
historia lo había consultado, pero silenció su hallazgo para proteger la falsa
tesis de su libro.
Da la casualidad que este veterano
profesor, es miembro del tribunal que debe
aprobar su tesis y decidir contratarlo como profesor titular en la
prestigiosa universidad de Oxford, con lo cual dejaría su vida de estrecheces.
Con grandes remordimientos al viejo
profesor se le plantea un dilema moral: ¿debe
acallar lo que ha sabido? O ¿debe votar
en contra del postulante?. Su conciencia le impulsa a decir la verdad. Entonces cuenta oficialmente lo que sabe y rechaza el
otorgamiento de la plaza de profesor titular.
El joven historiador conturbado, se
quita la vida y su familia queda desamparada en la miseria.
Aquí
el miembro del tribunal quisiera todo lo bueno para el aspirante; pero se siente moralmente obligado a vetarle
para un puesto que, sobre todo, exige fidelidad a la verdad. Ha decidido con rigidez extrema. Y el candidato a docente había tomado la mala decisión
de salvar su honra ocultando el documento contradictorio; pero al descubrírselo
se quita la vida, obrando también con
rigidez y maximizando equivocadamente un
asunto que era una nadería comparado con la obligación de enfrentar la
circunstancia y sostener a su familia.
Esto
no sólo es una situación dramáticamente novelada. Es algo mucho más frecuente que
ocurre todos los días en el escritorio
de un presidente.
Hoy,
el presidente se encuentra con un conjunto de dramáticas circunstancias que le obligan a obrar en conciencia o a elegir
el camino de la conveniencia política.
Para
resolver este dilema debe priorizar, por encima de todo, el juicio de su recta
conciencia moral más que cualquier lealtad política ya sea hacia su mentora o a sus partidarios. Esto lo convertiría en un
grande. Si no lo hace podría transformarse
en un miserable.
La
vida política de Argentina transcurre desde hace años en franca decadencia, con
una intensa crisis económica, con una inflación que destroza el orden social, con
la espada de Damocles de una deuda pública impagable y con el coro vociferante
de corporaciones gremiales, ideológicas
y empresarias que se disputan el poder para repartirse las vestiduras como
sucediera el Viernes Santo después de la crucifixión de Cristo.
Por si
no fuera poco, en medio de este
pandemónium, ahora se ha desatado una pandemia que amenaza
con el colapso de la economía si no acertamos en su tratamiento.
En
esta patética escena es donde interviene forzosamente la conciencia moral del presidente.
El lobby
de la clase política le sirve de poco. Porque en gran parte es codiciosa, ignorante,
aventurera y desfachatada. No toman en cuenta la profundidad de este drama y algunos
de sus integrantes, prefieren entregar su
alma al demonio para enriquecerse ilícitamente o buscar objetivos ideológicos antes que el
bien común, el orden social y el bienestar
para todos.
Nuestro actual presidente, debe bregar con todos
ellos y además, acertar en sus decisiones.
Para
que su empeño logre un resultado feliz, debiera abstenerse de actuar como un “influencer político” y menos como un “acróbata”
o “volatinero” que se mueve peligrosamente
según donde sople el viento para
mantenerse en equilibrio.
El presidente está históricamente obligado a obrar
conforme con su recta conciencia moral.
Sólo
así logrará el objetivo de aquello que es la razón de su cargo y que,
acertadamente, señalara José de San
Martín, “serás lo que debas ser o no serás
nada”.
Pero,
si el presidente no tiene en claro la profunda y decisiva intervención de su conciencia moral, nunca acertará a solucionar
el complejo problema que nos agobia. Los escándalos y errores se sucederán unos detrás de otro y en poco
tiempo, el tinglado político podría venírsele abajo.
Para
comprender que esto no es mera retórica hay que reparar en lo que le ha
sucedido recientemente.
a) Su
indiscutido éxito de limitar contagios y reducir el número de muertos al
encarar la lucha contra el corona-virus consultando a un notable grupo de
científicos, médicos y biólogos y no a
su militancia partidaria. b) Su acierto al convocar dirigentes territoriales opositores
para coordinar medidas preventivas. c) Su tremendo error de encomendar a improvisados
funcionarios la organización del pago masivo
de jubilaciones y pensiones con bancos cerrados. d) Su extraña autorización para que el ministerio de Salud
intervenga la empresa que produce respiradores y prohíba su venta a gobernadores o a privados.
e) La sospechosa compra monopólica de
kids para los test de coronavirus a una sóla
empresa que no los producía. f) La patinada de agredir con palabra soez a empresarios
privados que sostienen con sus impuestos la clase política, la burocracia y los
gnocchi. g) El escarnio de provocar a los ciudadanos decentes exaltando como ejemplo digno de imitar la conducta de un
advenedizo e inescrupuloso dirigente sindical. h) La debilidad demostrada al
acceder a presiones de poderosos caciques gremiales. i) La descabellada idea de
disponer la estatización de hospitales y sanatorios privados para sujetarlos al
manejo de incompetentes personajes refugiados
en el ministerio de Salud pública. j) La adopción de imprudentes recetas
keynesianas para estimular el consumo cuando hay escasez de oferta y
caída de producción de bienes dado que las empresas están al borde de la
insolvencia, atrofiadas por la
cuarentena y sin financiamiento.
Si
el presidente atendiese a las exigencias de su conciencia moral para encarar
las próximas etapas de la cuarentena y la normalización de la actividad
económica, en lugar de doblegarse a los reclamos de sus partidarios tendría que
constituir de inmediato un Consejo Asesor
para el Ordenamiento de la Economía, que nada tiene que ver con el politizado
Consejo Económico Social integrado por burócratas, empresaurios y caciques
sindicales.
Este
núcleo, al igual que se hizo exitosamente con el Consejo de científicos en
biología, medicina e infectología, debiera estar integrado por los más
ilustres científicos e investigadores extrapartidarios
en Economía y en Legislación económica.
Escucharía
voces distintas de los plañideros reclamos de lobbistas o de la militancia partidaria
que sólo busca satisfacer sus intereses particulares.
Obrando
según su conciencia moral, el presidente descubriría que la grieta real no se
da entre adversarios políticos (gorilas versus peronistas) sino entre quienes viven a expensas de un
Estado depredador frente a quienes lo sostienen con su trabajo e impuestos.
Se
daría cuenta del talento y clarividencia de Juan Bautista Alberdi cuando,
después de la Constitución política, bregó por sancionar una Constitución
económica distinguiendo el “Sistema Económico” del Mercado del “Sistema Rentístico”
del Estado. Alberdi nos enseñó como preservar el primero y cómo ubicar al
segundo en su función esencial de establecer un orden jurídico interdependiente
con el orden económico y coherente con los
demás órdenes por donde se desenvuelve la
acción humana: ético, social, político, fiscal, internacional, educativo,
financiero, bancario, legal y monetario.
En
definitiva, la falta de conciencia moral en las más altas autoridades del país,
hace que tengan poder efectivo aquellos que carecen de idoneidad, inteligencia
y valentía para asegurarnos a los argentinos estos fundamentales derechos
humanos:
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